El shocking octavo largometraje del veterano director, guionista y productor estadounidense Christopher Landon, con guion a dos manos de Jillian Jacobs y Chris Roach. El drama de Violet (Meghann Fahy), tras su primera cita años después de su violenta relación y una serie de misteriosos memes recibidos, cada vez más amenazantes para ella y su pequeño hijo, se desarrolla en crescendo durante la cena en un restaurante de alta cocina, planteando una amenaza creciente donde cualquier persona dentro del recinto parece un potencial espía o enemigo.
El suspenso es manejado como una especie de rollercoaster (montaña rusa) que resulta en una manipulación del espectador como recurso espectacular, aludiendo de alguna manera al regreso de la audiencia a las salas de cine en plena época del streaming. Este rollercoaster oscila entre tensión y relajación: el peligro constante del hijo secuestrado y la necesidad de aparentar “normalidad” por parte de la mujer, para no levantar sospechas, se contrapone con multitud de gags o situaciones al borde de la incomodidad, el post humor en su máximo esplendor. Sea por el mesero primerizo Matt (Jeffery Self), con comentarios inoportunos pero bienintencionados, o hasta por la absurda interpretación al piano (Ed Weeks) de “Baby Shark”. Este subir y bajar se expresa en la puesta en escena clásica y claramente diferenciada por el encuadre de cada situación: la tensión se maneja con desenfoques marcados y planos aberrantes que desestabilizan la imagen, aunados a muros de sonido y efectos graves muy densos, en contraste con el silencio casi absoluto de los momentos de calma. El efecto tensión/calma se refuerza con la iluminación ambigua pero efectiva, acorde al contexto de cada secuencia, con colores cálidos y tenues contrastados por sombras profundas.
El suspenso kitsch de innegable concepción espectacular responde a un cine hecho para salas y para entretener a la audiencia. El kitsch como producto apela más al entretenimiento que al virtuosismo estético-artístico, aunque sin negar pequeños destellos de artesanía propios de un cineasta con trayectoria extensa. Lo kitsch, en su sentido primigenio alemán de “mal gusto”, se entiende aquí como cine-show business, mero distractor gozoso y legítimo por el que se paga una módica cantidad a cambio de un tiempo garantizado de placer —sea emocional o visual—. La máxima del Hollywood clásico: el escapismo americano del happy ending. Lo kitsch al servicio del suspenso en un argumento inverosímil sobre un caso enredado de corrupción descubierto por el fotógrafo Henry (Brandon Sklenar), al que se debe eliminar utilizando como pretexto a la inocente Violet y su turbio pasado, poco a poco dilucidado. El conflicto se resuelve con golpes de efecto ultraviolentos y sorpresivos, a modo de grand finale que libera la presión acumulada a lo largo del filme.
Curiosamente, lo kitsch emplea recursos fílmicos propios de un autor vanguardista: movimientos de cámara sublimes buscando el rostro de Violet mientras ella intenta ayudar a su paciente —funcionando como efecto meramente visual de su estado emocional—; múltiples picados en zoom out que dejan un enorme y oscuro vacío, reflejando la bruma que azota a la protagonista; o encuadres que rompen la ley de la mirada en posiciones contrarias cuando la plática entre la pareja protagonista se vuelve tensa, regresando al contraplano clásico al relajarse la situación. Sin embargo, los recursos expresivos clásicos también aluden a la manipulación del espectador en lo que Hitchcock llamaba “arenque rojo”: la idea de plantar pistas falsas que distraigan del verdadero conflicto. En el filme esto se ejemplifica claramente al dar cierto misticismo y sospechas razonables a cada personaje del restaurante, incluso a la propia cita. El relato recuerda, además, las formas narrativas de otro (mal denominado) autor kitsch: M. Night Shyamalan, donde el conflicto familiar surge de una amenaza desconocida y el flashback funciona como rompecabezas que culmina en pistas sobre la solución o causa del conflicto, como en Señales (2002) o la reciente Llaman a la puerta (2023).
El suspenso kitsch culmina con el violento descubrimiento del conspirador político que intenta fallidamente asesinar a Violet y a los testigos de su enredo. Termina muerto, pero ordena la ejecución del hijo y la hermana, a quienes la madre logra salvar heroicamente gracias a la entrega de la pistola del asesino por parte del niño mediante un auto de control remoto. El conflicto se resuelve al amanecer, claro símbolo de esperanza, reuniendo a la pareja protagonista mientras comparten un desayuno de comida rápida en una burla a la alta cocina y a su submundo.
Si bien el recurso del impacto sorpresivo y los giros argumentales funcionan adecuadamente durante el visionado, tristemente se agotan ahí mismo, produciendo esta concepción del kitsch desechable: un producto temporal y meramente espectacular. Pero al final del día, el cine parte del entretenimiento y del placer lúdico frente a la imagen en movimiento. No olvidemos que durante décadas el celuloide convivió con ferias ambulantes, shows de “fenómenos” y sitios herrumbrosos de mala muerte. Así que, realmente, no hay película mala: hay pluralidad, hay gustos y géneros para todos.
Redacción: Felipe Solares.